Voy a la caja a pagar el estacionamiento número 55, espero un rato y me
atiende una señorita de lo más amble. En vez del auto me espera aparcada
una mochila que decidí cargar en la espalda en vez de dejarla intrusa
entre autos en silencio. Serian once pesos – dice, mientras busco en mi
billetera y pago con 100. El vuelto viene en forma de billetes
uruguayos junto con una pequeña delgada calculadora con un número que no
recuerdo y un teléfono que calzaba justo en la boca como si fueran
aparatos de ortodoncia removibles. Entretenido por la efímera,
circunstancial compañía y distraído devolviendo la calculadora y
probándome el teléfono, no advierto que el siguiente en la fila para
pagar es un amigo mío de la infancia robándome 50 centavos que todavía
descansaban en el mostrador esperando ser guardados. Me encuentro con mi
mochila un rato después de buscarla, ya no estaba donde la había dejado
sino sobre un estante, en una especie de baulera. El tiempo vuela, hace
una hora debería haber estado una rampa más arriba en busca de mi viejo
que me espera.